domingo, 6 de abril de 2008

Relato:

Carmen, adentrándose en el laberinto del maltrato.

A Carmen le habían hablado de ese lugar de encuentro para mujeres ubicado en el barrio. Le apetecía participar, tal vez colaborar en la parte administrativa o en atención y asesoramiento de aquellas mujeres que llegaran inseguras, deseosas de encontrar una mano amiga que las animara a dar el paso, ese primer paso aparentemente tan sencillo que era hablar, contar esas cosas que tanto las avergonzaba, tan intimas y tan secretas. Lo que para ellas eran las debilidades que las mermaba como seres humanos, tal vez pensando que eran eso, poca cosa, tanto, que salir de la maraña que había creado su “hombre” alrededor de ellas, era encontrarse perdidas, deambulando sin el cobijo de ese brazo fuerte y firme que las llevo a sentirse mujer querida y protegida, ¡Cuántos años preguntándose si no era lo que se merecían o si esa era la única forma de poder vivir o si esa era mejor opción que la del escapar con el miedo de ser acosadas hasta la muerte!.

Cada mujer un mundo. Algo en común: el miedo, la merma psicológica, la autodestrucción personal, síndrome de dependencia, temores fundados, aislamiento en su desesperación, en muchos casos hijos que su amor por ellos las martirizaba por no saber sacarlos de ese infierno.
¿Sería Carmen capaz de entender y comprender tanto dolor y desesperación?
Al poco tiempo demostró la capacidad de escuchar, el temple a la hora de opinar y su fortaleza en el momento de actuar. La pusieron a atender casos difíciles, aquellos en los que sabían que había llegado la mujer en un momento de desesperación extrema pero que no habían vuelto a saber de ella. Creyeron que Carmen tenía los reaños para manejar esos casos.

Le asignaron el caso de Lola, 35 años, dos niños pequeños, llevaban dos meses sin saber de ella. El marido alcohólico, dependiente en una de esas multicadenas de bricolage. Era apreciados por sus compañeros, sabían de sus excesos con el alcohol pero como no afectaba a sus horas de trabajo y su carisma era de persona ingeniosa y , aunque vulgar, divertido, nunca imaginaron que por dentro habitaba un ser dominante y maltratador de su familia. Esquivaba cualquier cena de empresa a la que invitaran a las parejas o salidas con los compañeros. Él sabía que esa otra cara que mostraba con su mujer, delataría ese otro yo. Era consciente de quién era con ella y aunque no estaba orgulloso no veía por qué variar.

Según él era una mujer que escasamente servía para cuidar a sus hijos, mantenía la casa más o menos limpia y servía como recipiente para desahogar sus instintos sexuales. No quería que ella estropeara esa imagen de persona “bien llevada” que tenía a los ojos de ellos. Al llegar a casa siempre le recriminaba su cara mustia, que cada vez hablaba menos. Habían pasado aquellos días en los que la tenía que seducir, aunque fuese forzándola para poder follarla, ahora cuando se lo pedía, ella siempre alegaba algún mal: que si la espalda, que si la costilla que creía rota por el golpe de ayer, que si el cuello dolorido por que apretó demasiado, que si la cabeza me da vueltas,… siempre excusas según él. Así que la cogía por la nuca y la metía en la habitación cerrando la puerta, la tiraba sobre la cama y ella como una muñeca se dejaba hacer, abría las piernas y se sujetaba a los barrotes de la cama como punto de apoyo para no desfallecer. Ahogaba los gemidos de pánico, porque era el detonante para dispararlo a la violencia: la abofeteaba, le apretaba la garganta, cosa que parecía ponerlo a mil de placer. Pensaba en sus hijos al otro lado de la puerta. Deseaba la muerte en esos momentos.

Él encima se cabreaba cuando intentando meterla le decía, estas seca puta y ella con lágrimas secas acercaba su mano a la boca y llevaba tanta saliva como podía a su sexo para que por lo menos no la desgarrara.
Las embestidas eran como las de un perro, la poseía como un animal, ella sentía tanto asco que después de cada acto se tenía que frotar con jabón hasta irritar la piel.
Después de esas descargas él estaba más afectuoso con sus hijos, los cuales no sonreían en su presencia, otro motivo para el mal humor, le recriminaba la predisposición que alimentaba contra él.
Así transcurrían las horas que estaba en casa, de disputa en disculpa, de golpe en golpe, de desprecio en desprecio, de sobresalto en sobresalto. Siete largos años, que le pesaban como una losa.

Carmen, se tomo el caso con muchísimo interés y angustia.
Ella venía de una casa en la que el maltrato había estado presente y se identificaba son esos niños, sabía qué aprenden, qué captan y eso le hacía temblar.
Lola no contestaba a las llamadas de teléfono así que decidió ir a su casa. Tampoco abrió la puerta pero se dio cuenta de que era observada por la mirilla. Suplicó que abriera, nada…. ni un amago.

Preguntó a los vecinos y le dijeron que hacía unos cinco días que no los veían. La última vez llevaba una bolsa y a los dos niños, la esperaba un taxi en la puerta. La oyeron llegar después que él, por la noche. Una discusión subida de tono pero no tanto como en otras ocasiones.
Para Carmen era una buena noticia pero la inquietaba el hecho de que aquella puerta no se abriera.
Volvió a subir, volvió a llamar. Volvió a usar mil y una artimaña para convencerla, sabía que era ella por un hilillo de llanto que oyó.
Le habló de sus hijos, de que la necesitaban, que enloquecería si se quedaba ahí,…. al final la puerta se abrió.
Fue espantosa la imagen. Ella en bata, despeinada, con los restos de morados alrededor del ojo, en el cuello. Descalza.
No dijo palabra, se encamino hacía la habitación, Carmen la siguió encogida.
Sobre la cama yacía el cuerpo de aquel animal, desnudo, con la sangre seca inundando la cama. Tenía una parte de la cabeza ensangrentada con un gran tajo en la sien. En el suelo, desvencijada la lámpara de bronce que debería de estar en la mesita de noche.
El arma mortal que según Lola la libero del animal que un día le dijo que la amaba.


Inquieta, 6 de abril de 2008

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