lunes, 12 de enero de 2009

¿El trabajo libera?


Mercedes hacía unos meses que asistía a las clases de adultos del barrio, quería sacarse el graduado escolar, a pesar de tener a Manolo, su marido, constantemente llamándole inútil y analfabeta. Cuando consiguió hacer oídos sordos a tal menosprecio, armándose de valor, se matriculó para ver si cogía algo más de confianza en sí misma y así aspirar a encontrar un trabajo que le permitiese sentirse más segura para cambiar su tan difícil situación familiar.

Un día que tocaba hacer un comentario de texto, en la clase de lengua, le dieron un artículo que hablaba de horarios laborales, de la sociedad del ocio, de la sobre valoración del trabajo, de la esclavitud por el consumo, del ansia por vivir mejor a base de trabajar más, de la ansiada primisa de “trabajar menos para vivir mejor”, un batiburrillo de conceptos que a ella le venían grande.
Le parecía que aquello sólo se podía escribir desde la comodidad del que ya tiene un trabajo, del que tiene una independencia, del que se siente capaz y seguro de sí mismo y del que tiene un trabajo que le deja tiempo para mirarse el ombligo sin sentirse culpable.

Venirle a ella con esas divagaciones cuando daba por sentado que la mitad de sus males solo se solucionaban consiguiendo un trabajo que le permitiese abandonar al salvaje de su marido, irse de aquella casa que sólo le traía malos recuerdos y alejarse del entorno en el que se avergonzaba por pensar que la menospreciaban por no ser capaz de plantar cara y ser una mujer como se debe ser.
Solo deseaba desaparecer, coger un tren, establecerse en cualquier pueblecito perdido y trabajar. Claro que para ella era una necesidad, un orgullo poder mantenerse, una meta a conseguir. No le importaban la cantidad de horas tendría que trabajar por un sueldo que cubrieses sus mínimas necesidades, ni cuánto tiempo invirtiera en los traslados, ni en si no le quedaba tiempo para el ocio.
En su caso si que veía el trabajo como una liberación. Se comparaba a los esclavos de los campos de algodón que al final, con dinero, podían comprar su libertad.
Ella creía que esa era su situación y, claro, como no manejaba dinero para meter en los juegos de azar, no le quedaba otra que aspirar a trabajar para sentirse libre y viva.

Monsergas, pensó mientras seguía leyendo, pero se puso manos a la obra e intentó leer todo aquello como si se tratara de unos párrafos extraídos de una novela de ciencia ficción y se esforzó en hacer un buen comentario de texto.
Seguía pensando que para ella, equivocada o no, que el trabajo era su liberación.
.

viernes, 9 de enero de 2009

Mujeres

.
.
Muchas y en la sombra.
Sin voz que se oiga.
Voz que ahogan.
Voz que matan.
Y sigue con vida.
Vida que tiene voz.

El niño la oye.
La madre la siente.
La abuela la conoce.
La vecina la reconoce.

El hombre la teme.
La menosprecia.
La aniquila.
La silencia.
Esa voz con vida,
tiene el don de la vida.

Aún sin voz
son el motor.
Sin voz
dan la vida.
Sin voz
adentran en la vida.

La cuidan,
la conocen,
la trasmiten.
Ellas son la vida.
.

viernes, 16 de mayo de 2008

3: Isabel da el paso. Carmen se queda inquieta.



3: Isabel da el paso. Carmen se queda inquieta.

Eran las 9 de la mañana. Carmen estaba desayunando en el bar de la esquina de su casa, leyendo el periódico, cuando de pronto, una pareja, mejor dicho un hombre bastante corpulento empezó a dar voces a una mujer que sin ser bajita, a su lado parecía menuda e insignificante.

Él seguía chillando : “¡¡¡Calla golfa, maldita golfa!!!”

Atónitos, todos miraban al energúmeno que sujetaba fuertemente a la mujer por el brazo zarandeándola, intimidándola con ojos furiosos, con actitud brutalmente dominante. Estaba aterrada, encogida, llorando y suplicando que se calmara.
Carmen tenía la cara encendida y la sangre hirviendo, se iba a levantar para llevársela cuando un individuo de la mesa contigua se levantó enérgicamente, ordenándole que la soltara.
Encendido como una antorcha la zarandeo con más fuerza, sacando pecho como un gallo de pelea, provocándolo, retándolo.
Sin vacilar el segundo individuo cogió un taburete cercano a la barra y le atizó con todas sus fuerza en los riñones. Se desplomó tras un grito de dolor, soltó a la mujer que salió despavorida a refugiarse tras el cuerpo del que se había comportado, a sus ojos, como un héroe.
Él le secaba las lágrimas con cariño, le beso en los labios y arropada por su brazo, salieron del bar.
Carmen desconcertada pero contenta de cómo había acabado aquel episodio quiso saber algo más, salió tras ellos a riesgo de que la rechazaran por entrometida pero debía ofrecerle ayuda para el caso de que la cosa no acabara ahí y de paso saber de que iba el final peliculero que acaba de presenciar.

Isabel seguía llorando a la vez que avanzaban rápido. Carmen tomó carrerilla y en nada ya estaba junto a ellos contándoles quién era y qué quería.
Todo el tiempo se dirigía a ella, sabía que continuaba estando en peligro, aquello sólo había sido el primer paso; que estaba muy bien pero, Carmen, con su experiencia, estaba segura de que no la iba a dejar en paz tan fácilmente y más sabiendo que otro hombre estaba en su vida.
Isabel se seguía cobijando bajo el brazo del caballero al oír estás sentencias. Él la abrazaba todavía un poco más, pero la mirada que le dirigía a Carmen, no acaba de cuadrar con un ángel de la guarda. Intentó cortar la conversación con un “ya me encargaré de que no se le acerque más”. Pero Carmen insistió, le dejó una tarjeta con el teléfono a Isabel, la cual la escuchaba con atención, sabía que no había acabado todo en el bar. Conocía al animal con el que había convivido tantos años.

Atinó a decirle que con Alberto cerca se sentía segura. Nerviosa y sin apenas respirar, le empezó a contar como lo había conocido, que ni caído del cielo, tenía una parada en el mercado, de ropa del hogar. Entablaron conversación un día que ella llevaba las muñecas con morados, le preguntó, ella empezó a llorar y así poco a poco la conversación semanal, que esperaba como agua en mayo, los empezó a unir. Sin sus palabras y amor, nunca hubiese encontrado la forma de escapar, se sentía segura con él. No paraba de decirlo.
Pero temía el desenlace. Mirando a su hombre a los ojos le decía: Se que eres capaz de llegar lejos por defenderme y rescatarme de ese infierno, es eso lo que temo, que por mi destruyas tu vida cometiendo una locura.
Él le respondía seguro de sí: Ya te he prometido que te defenderé y cuidaré el resto de mi vida.
Isabel volvía a llorar, enternecida por oír otra vez una declaración de amor semejante, pero sufría, temía el desenlace.

Esa actitud, fuerte, viril y protectora, la había captado Carmen, notaba la mirada desafiante, altiva, y estaba realmente preocupada por lo que le depararía a Isabel ese nuevo “cobijo”.
Se despidieron. Le hizo prometer que si pasaba cualquier cosa, fuese la hora que fuese, que la llamaría.

Carmen iba a pasarse por el bar y preguntar por ellos, parecía que eran clientes habituales, tal vez conocidos en el barrio.

16 de mayo de 2008

sábado, 10 de mayo de 2008

2: Carmen sigue colaborando



Carmen llevaba ya unos meses colaborando con mucho entusiasmo y entrega.
Cada vez le era más difícil que no la desbordara la impotencia que sentía ante la injusticia y dolor que traían las mujeres que llegaban al centro.
La mayoría solían llegar ya muy destrozadas psíquicamente, alguna físicamente o con secuelas de las palizas reiteradas a las que eran sometidas.

A Carmen le costaba mucho dar con el tono eficaz que encajara con la problemática de la mujer afectada. Debía ir con mucho tacto, escuchar con atención, hacerlas sentir comprendidas, tenderles la mano, tanto en lo inmediato como en lo jurídico y en lo psicológico, haciéndoles ver que no estaban solas en su desesperación, pero había un riesgo y era que una vez escuchadas y asesoradas, deshecho el nudo doloroso que atenazaba su estómago, volvieran a su casa con las energías algo renovadas y tentaran otra vez a la suerte y volvieran a dar una oportunidad a sus inalcanzables sueños, esos en los que se sentían capaces de hacer cambiar la situación sin abandonar su hogar, ni al marido al que tanto habían amado, ni el entorno al que le llamaban hogar, familia.
Hacerles ver que eso no existía, que debían soñar con algo más real, que se entusiasmaran con ellas, con la vida, con la capacidad de tirar para adelante, con un futuro sin dolor, sin miedo, eso era a veces un arma de doble filo. Era hacer que temblara el frágil suelo que imaginaban bajo sus pies. Muchas venían con la esperanza de encontrar alguna pócima para hacer cambiar al marido, tal vez algún tipo de amenaza, tal vez consejos para ser más sumisas o que se les mostrara el camino para sobrevivir en su infierno.
Todas pedían socorro pero no todas veían que la salvación sólo pasaba por un distanciamiento real y definitivo de su agresor.

Se daban casos que respondían a las mil maravillas, llegaban tan hechas polvo que decían sí a ir a una casa de acogida, a tramitar los papeles de la separación, incluso muchas de ellas renunciaban a los beneficios económicos que podían conseguir por ley ya que la mitad era de ellas. No querían nada mas que perder de vista todo aquel infierno.


La mayoría conseguían rehacerse, con tiempo, con seguimiento para que no flojearan en su autoestima pero luego había un porcentaje que recaía.
Fuese porque el hombre las acechaba, las camelaba con promesas de cambio, incluso con amenazas, conseguía arrastrarlas otra vez al llamado “dulce” hogar y hacer que retirasen denuncias o requerimientos en trámite.

Carmen vivía como fracaso esos casos. Sabía que esas mujeres serían las primeras en rehuirla cuando llamase al timbre de su casa. El pudor, la vergüenza de dejar tan en evidencia su debilidad ante ella, ante la mujer que las había ayudado con horas y horas de charlas, con numerosos trámites, a la que las había abrazado como amigas y agradecido tan sinceramente esa vía de salvación, consiguiendo que se sintieran, otra vez, persona y mujer, … ahora, estando marcadas o sumidas en el más oscuro pozo de la autoestima, no podían hacer otra cosa que esconderse todavía más en su infierno.


Mayo del 2008

domingo, 6 de abril de 2008

Relato:

Carmen, adentrándose en el laberinto del maltrato.

A Carmen le habían hablado de ese lugar de encuentro para mujeres ubicado en el barrio. Le apetecía participar, tal vez colaborar en la parte administrativa o en atención y asesoramiento de aquellas mujeres que llegaran inseguras, deseosas de encontrar una mano amiga que las animara a dar el paso, ese primer paso aparentemente tan sencillo que era hablar, contar esas cosas que tanto las avergonzaba, tan intimas y tan secretas. Lo que para ellas eran las debilidades que las mermaba como seres humanos, tal vez pensando que eran eso, poca cosa, tanto, que salir de la maraña que había creado su “hombre” alrededor de ellas, era encontrarse perdidas, deambulando sin el cobijo de ese brazo fuerte y firme que las llevo a sentirse mujer querida y protegida, ¡Cuántos años preguntándose si no era lo que se merecían o si esa era la única forma de poder vivir o si esa era mejor opción que la del escapar con el miedo de ser acosadas hasta la muerte!.

Cada mujer un mundo. Algo en común: el miedo, la merma psicológica, la autodestrucción personal, síndrome de dependencia, temores fundados, aislamiento en su desesperación, en muchos casos hijos que su amor por ellos las martirizaba por no saber sacarlos de ese infierno.
¿Sería Carmen capaz de entender y comprender tanto dolor y desesperación?
Al poco tiempo demostró la capacidad de escuchar, el temple a la hora de opinar y su fortaleza en el momento de actuar. La pusieron a atender casos difíciles, aquellos en los que sabían que había llegado la mujer en un momento de desesperación extrema pero que no habían vuelto a saber de ella. Creyeron que Carmen tenía los reaños para manejar esos casos.

Le asignaron el caso de Lola, 35 años, dos niños pequeños, llevaban dos meses sin saber de ella. El marido alcohólico, dependiente en una de esas multicadenas de bricolage. Era apreciados por sus compañeros, sabían de sus excesos con el alcohol pero como no afectaba a sus horas de trabajo y su carisma era de persona ingeniosa y , aunque vulgar, divertido, nunca imaginaron que por dentro habitaba un ser dominante y maltratador de su familia. Esquivaba cualquier cena de empresa a la que invitaran a las parejas o salidas con los compañeros. Él sabía que esa otra cara que mostraba con su mujer, delataría ese otro yo. Era consciente de quién era con ella y aunque no estaba orgulloso no veía por qué variar.

Según él era una mujer que escasamente servía para cuidar a sus hijos, mantenía la casa más o menos limpia y servía como recipiente para desahogar sus instintos sexuales. No quería que ella estropeara esa imagen de persona “bien llevada” que tenía a los ojos de ellos. Al llegar a casa siempre le recriminaba su cara mustia, que cada vez hablaba menos. Habían pasado aquellos días en los que la tenía que seducir, aunque fuese forzándola para poder follarla, ahora cuando se lo pedía, ella siempre alegaba algún mal: que si la espalda, que si la costilla que creía rota por el golpe de ayer, que si el cuello dolorido por que apretó demasiado, que si la cabeza me da vueltas,… siempre excusas según él. Así que la cogía por la nuca y la metía en la habitación cerrando la puerta, la tiraba sobre la cama y ella como una muñeca se dejaba hacer, abría las piernas y se sujetaba a los barrotes de la cama como punto de apoyo para no desfallecer. Ahogaba los gemidos de pánico, porque era el detonante para dispararlo a la violencia: la abofeteaba, le apretaba la garganta, cosa que parecía ponerlo a mil de placer. Pensaba en sus hijos al otro lado de la puerta. Deseaba la muerte en esos momentos.

Él encima se cabreaba cuando intentando meterla le decía, estas seca puta y ella con lágrimas secas acercaba su mano a la boca y llevaba tanta saliva como podía a su sexo para que por lo menos no la desgarrara.
Las embestidas eran como las de un perro, la poseía como un animal, ella sentía tanto asco que después de cada acto se tenía que frotar con jabón hasta irritar la piel.
Después de esas descargas él estaba más afectuoso con sus hijos, los cuales no sonreían en su presencia, otro motivo para el mal humor, le recriminaba la predisposición que alimentaba contra él.
Así transcurrían las horas que estaba en casa, de disputa en disculpa, de golpe en golpe, de desprecio en desprecio, de sobresalto en sobresalto. Siete largos años, que le pesaban como una losa.

Carmen, se tomo el caso con muchísimo interés y angustia.
Ella venía de una casa en la que el maltrato había estado presente y se identificaba son esos niños, sabía qué aprenden, qué captan y eso le hacía temblar.
Lola no contestaba a las llamadas de teléfono así que decidió ir a su casa. Tampoco abrió la puerta pero se dio cuenta de que era observada por la mirilla. Suplicó que abriera, nada…. ni un amago.

Preguntó a los vecinos y le dijeron que hacía unos cinco días que no los veían. La última vez llevaba una bolsa y a los dos niños, la esperaba un taxi en la puerta. La oyeron llegar después que él, por la noche. Una discusión subida de tono pero no tanto como en otras ocasiones.
Para Carmen era una buena noticia pero la inquietaba el hecho de que aquella puerta no se abriera.
Volvió a subir, volvió a llamar. Volvió a usar mil y una artimaña para convencerla, sabía que era ella por un hilillo de llanto que oyó.
Le habló de sus hijos, de que la necesitaban, que enloquecería si se quedaba ahí,…. al final la puerta se abrió.
Fue espantosa la imagen. Ella en bata, despeinada, con los restos de morados alrededor del ojo, en el cuello. Descalza.
No dijo palabra, se encamino hacía la habitación, Carmen la siguió encogida.
Sobre la cama yacía el cuerpo de aquel animal, desnudo, con la sangre seca inundando la cama. Tenía una parte de la cabeza ensangrentada con un gran tajo en la sien. En el suelo, desvencijada la lámpara de bronce que debería de estar en la mesita de noche.
El arma mortal que según Lola la libero del animal que un día le dijo que la amaba.


Inquieta, 6 de abril de 2008